sábado, 30 de octubre de 2021

Glorias xerezanas (Manuel Bellido, 1906) (VIII)

ROMANCE VII

DIEGO FERNÁNDEZ DE HERRERA (1)

(1339)

I

Era del brumoso Octubre / uno de los días postreros, / y á su término tocaba / el año de mil trescientos / treinta y nueve, año de luchas / y de zozobras sin cuento.

(1) El apellido de Herrera no fue conquistado, como afirma Bartolomé Gutiérrez en su Historia de Xerez, tomo TI, pág. 199, en el acto heroico que reseñamos en este Romance; puesto que en el Libro del Repartimiento de Casas de 1266, figura en la collación de San Juan, Domingo Gonzalo de Herrera, abuelo del héroe mencionado; el mismo Bartolomé Gutiérrez niega tal parentesco, indicando como abuelo del citado héroe a Diego Ferrans, con casa en la collación de San Marcos. Tienen por armas dos calderas de oro sobre campo rojo con orla de calderas y pendones, signos de rica hombría. Frente a la iglesia de San Mateo, se conserva en el muro de una casa, un escudo en mármol con dos cuarteles, en uno de los cuales se ven las armas de los Fernández de Herrera.

En la ciudad de Xerez, / bizarro y heroico pueblo / que llenó el suelo de España / de esforzados caballeros, / desde temprano se observa / desusado movimiento / de señores linajudos, / que, abstraídos y en silencio, / cruzan las estrechas calles / desde el uno al otro extremo, / baja la altiva cabeza, / fruncido el adusto ceño; / de hidalgos que van y vienen / a buen paso y mal contentos, / según llevan de mohíno / y mal encarado el gesto: / pelotones de soldados / y corrillos de pecheros, / que con avidez atisban / y murmuran con recelo, / del que sube y del que baja, / pobre ó rico, mozo ó viejo.

Es indudable que todos / los moradores del pueblo, / algo temen y algo esperan, / pero terrible y siniestro.

II

Bajo la espaciosa nave / del hermoso y santo templo / de San Juan, al que los fieles / llaman de los Caballeros, (1) / aparecen congregados, / en haz compacto y espeso, / nobles de elevada alcurnia, / hijosdalgos de abolengo, / magistrados y golillas, / los patronos del Concejo, / soldados de edades varias / de marcial y franco aspecto, / aunque los más son vulgares, / y de distinción los menos.

Todos en montón confuso / agítanse con empeño, / y se oprimen, se codean, / se empujan y pisan ciegos, / pues cada cual ambiciona / ser de todos el primero.

Pronto en el aire resuena / un prolongado siseo, / que cual eléctrica chispa / va el concurso recorriendo, / y varias veces se oye / con acentuado imperio, / repetida la palabra / sacramental de ¡silencio!.

(1) Respecto al origen probable del cognomen de Caballeros dado a este templo, véase la nota primera del párrafo V del anterior Romance dedicado a Domingo Mateo de Amaya.

Calla el ruidoso gentío, / y con profundo respeto / todos a escuchar se aprestan / las razones o consejos / que va a darles el ilustre / Prelado de Mondoñedo / don Álvaro de Viedma, / militar y Obispo a un tiempo; / si como clérigo, sabio, / valiente, como guerrero.

III

- Ha seis meses que sufrimos / apretado y duro cerco, / que el rey de las Algeciras / obstinado nos ha puesto; / (dice el ilustre caudillo / con emocionado acento).

Hasta aquí hemos resistido / y luchado como buenos; / pero las fuerzas nos faltan, / mientras crecen las de ellos.

Ellos la salud disfrutan / del que vive en campo abierto; / nosotros las privaciones / y los tristes sufrimientos, / de los que de altas murallas / se ven encerrados dentro.

Y... de ello hablar no quisiera, / porque me desgarra el pecho; / mas lo diré, aunque me cueste / hondísimo sentimiento.

El hambre ya ha desplegado / su fúnebre pendón negro, / y a todo el pueblo cobija; / a los grandes y pequeños.

El duro pan que hasta hoy / nos dio el único sustento / durante un mes, mitigando, / el dolor del cuerpo hambriento, / se acabó con la esperanza / de exterminar al ejército / formidable, de los hijos / del arenoso desierto.

Réstanos sólo un recurso / en tan aciagos momentos; / morir en sangrienta lucha, / antes de entregar el cuello / a la bárbara cuchilla / del cobarde sarraceno; / y si morir, como bravos / peleando, no podemos, / por resistirse a la lidia / la endeblez de nuestro cuerpo, / por el hambre extenuado / y por las fatigas muerto, / de NUMANCIA y de SAGUNTO / la abnegación imitemos.—

Aún de las palabras últimas / escuchábanse los ecos, / cuando del compacto grupo / adelántase un mancebo, / de noble y viril presencia, / y de continente apuesto, / y al insigne Obispo dice / con aire firme y resuelto:

—Señor, xerezano soy, / del honor humilde siervo, / nieto del valiente Herrera, / que dio sangre de su pecho / por rescatar del moslime / este codiciado suelo.

Sabed, señor, que ahora y siempre / a morir estoy dispuesto / por la patria; mas de hambre, / cobarde fuera, teniendo / frente a frente al enemigo, / y al cinto el tajante acero.

Sé las costumbres y el habla / del astuto sarraceno, / aprendidas cuando niño / en obscuro cautiverio; / y soy capaz de internarme / del moro en el campamento, / y darle muerte al odioso / Abu-Malik, que es el dueño, / príncipe, señor y jefe / de los moriscos ejércitos.

Ayudad vos esta empresa / con vuestros bravos guerreros, / y aprovechando el instante / de general desconcierto, / que ocurrirá, cuando miren / al infiel Picazo (1) muerto, / cargad sobre el enemigo / con belicoso denuedo; / que abrigo la confianza, / y aun más, la certeza tengo, / de que en el primer embate / ha de ser el triunfo nuestro.—

(1) El apellido Picazo, que llevaba uno de los cuatro Juanes, y que aun se conserva en Xerez en familias humildes, tiene su origen en. el que daban al moro muerto en esta jornada memorable.

Con tal fe y aplomo tanto / habló el valiente mancebo, / que todos los allí juntos, / atónitos y en silencio / contemplándole quedaron; / hasta que el de Mondoñedo, / le dijo: ¿Por Dios juráis / cumplir lo que habéis propuesto?.

—Por Dios bendito lo juro, / por mi honor de caballero.

Falta sólo que mañana / con los instrumentos bélicos, / de atabales y clarines, / hagáis con fragoso estruendo / una señal convenida.

—Hora.

-La del alba.

-Presto / marchad, y Dios nos ayude; / que á vos, heroico mancebo, / os dará valor y amparo / la Virgen de los Remedios (1)

(1) Era especial la devoción que en este tiempo tenían los caballeros xerezanos a Nuestra Señora de los Remedios, cuya sagrada imagen fue hallada en un vano de la muralla de la Puerta del Real.

IV

Desde el lejano Occidente / lanza sus rayos postreros / el sol, entre parda bruma / y entre celajes envuelto.

Sobre blanca, hermosa yegua, / voladora como el viento, / a todo escape cabalga / un moslim, joven y apuesto, / lanza en cuja, gumia al cinto, / y al lujoso arzón sujeto / va pendiente el corvo alfanje, / que es de damasquino acero.

Ancho turbante le sirve / de marco al rostro trigueño, / donde, cual ardientes ascuas, / centellan dos ojos negros.

Lleva, como distintivo / de su elevado perjenio, / en vez de alquicel, chilaba / con adornos de alto precio: / oro, sedas, apostura; / todo, nos da como cierto / que el africano jinete / es un señor opulento, / un walid de regia estirpe, / o algún jeque de Marruecos.

Quienquier que sea, impaciente, / va por sendas y linderos, / atravesando a galope / sin marcado derrotero, / los sembrados que el alarbe / taló, de venganza ciego.

Y así rápido camina / y va por los campos yermos, / que próximos a Sidonia / se extienden como desiertos, / forzando a la noble yegua, / que atrás deja el raudo viento.

V

En el horizonte, apenas / dibuja su albor primero / vaporosa la mañana, / disipando el manto negro / que a la tenebrosa noche / guarda entre sombra y misterio.

Bien cerca del turbio Lete, / en unos llanos inmensos, / acampa de la morisma / el beligerante ejército, / y donde quiera hay señales / de militar vivaqueo.

Al lado, sobre la cumbre / de un alto empinado cerro, (1) / álzase la blanca tienda / del temido Infante Tuerto: / todo en la quietud reposa, / todo duerme en el silencio / que de vez en cuando turba / el alerta soñoliento / del vigilante atalaya.

(1) Dicho cerro está situado cerca del puente de la Cartuja y es conocido, hasta del vulgo, coa el nombre de Cerro o Cabeza del Real; nombre que a través de los tiempos ha llegado a nuestros dias, aun cuando no esté tan vulgarizado como debiera, el hecho gloriosísimo que le dio origen.

De súbito, interrumpiendo / la tranquilidad del campo / y el apacible sosiego / que reina en las dulces horas / del amanecer risueño, / atabales y clarines / tocaron con tal estruendo, / tal confusa algarabía / de lejano clamoreo, / tal tropel de gente armada / y agudos gritos se oyeron, / que las tropas agarenas / pusiéronse en movimiento, / y las repetidas voces / de alarma, pronto invadieron / hasta los rincones últimos / del morisco campamento.

Sonaron los añafiles / con atronadores ecos; / voces de mando, imperiosas, / en todas partes se oyeron; / unos montan á caballo, / otros los disponen presto, / los de aquí buscan sus armas, / y las requieren aquéllos, / los más azorados corren / con grande desasosiego: / hay espanto en muchas caras, / serenidad en las menos.

Todos impacientes miran / hacia el empinado Cerro / en donde el Real se asienta, / aguardando den comienzo / las primeras maniobras / y los anuncios primeros, / de apercibirse a la lucha / contra el enemigo fiero, / pues por instantes avanzan / los cristianos hacia ellos.

Mas enfrente de la tienda / de Abu-Malik, todos vieron / un pelotón de los suyos / los alfanjes esgrimiendo, / y oyéronse bien distintos, / maldiciones, juramentos, / alaridos angustiados / y el chocar de los aceros.

Del pelotón, vióse a poco / cual una flecha ligero, / partir sobre blanca yegua / al incógnito guerrero / que atravesó por la noche / el morisco campamento, / cual subdito del Infante / y de Aláh rendido siervo.

VI

Los aguerridos cristianos / como chacales hambrientos, / han penetrado veloces / en el enemigo cerco, / dando con feroz empuje / a la matanza comienzo.

La morisma alborotada / sin más recursos ni medios / de defensa, que la huida, / en tan impensado encuentro, / ávida a sus jefes busca, / como salvador remedio / contra el infernal desorden / y el reinante desconcierto / que es nuncio de la derrota / buscada por tanto tiempo, / y esta vez puesta al alcance / de los cristianos guerreros.

Repléganse del Real / hacia el empinado Cerro, / y allí, frente de su tienda, / con terror pánico vieron / al caudillo Abu-Malik / tendido en el duro suelo, / con ancha y profunda herida / que le ha desgarrado el pecho.

Sus leales le contemplan / consternados y en silencio, / y hay espanto en unos rostros, / en otros dolor sincero, / en algunos honda rabia, / y en todos el desaliento.

Pero los cristianos llegan / con belicoso denuedo, / y al desconcertado alarbe / acometen, de ira ciegos, / y rueda un infiel por tierra / a cada tajo certero.

Crece con furor la lucha, / la refriega va en aumento, / y sólo se escucha en torno / el fragor de los aceros / que se cruzan y golpean / con salvaje ensañamiento; / bramidos del que provoca, / de quien lucha el rugir fiero, / amenazas, del que hiere / y del herido lamentos.

Un pelotón de cristianos / que llega como refuerzo, / hace que el terror aumente / en el enemigo ejército, / y hay muchos que acometidos / por los espasmos del miedo, / quedan fuera de combate; / otros se alejan huyendo / en cobarde retirada, / y pocos son los que tercos / insisten en la victoria, / peleando con empeño.

Al mirar los xerezanos / cual merman los sarracenos, / y que las filas se aclaran / con los idos y los muertos, / todos juntos se disponen / á hacer el postrer esfuerzo, / y al mando del valeroso / Obispo de Mondoñedo, / tan atroz acometida / a los enemigos dieron, / que al primer choque quedaron / los pelotones deshechos, / y en dispersión vergonzosa / a la desbandada huyeron, / no sin que el suelo dejaran / de cadáveres cubierto.

VII

En la Puerta del Real / llamada del Marimolejo, / bulle, charla, se impacienta / y se estruja sin respeto / a la vejez ni al estado, / á la distinción ni al sexo, / una multitud ansiosa / de ver el herido cuerpo / del gran FERNÁNDEZ DE HERRERA / que al moro Picazo ha muerto.

Ha un instante, que vestido / con el traje sarraceno, / sobre voladora yegua / del campo enemigo ha vuelto, / por los moros acosados / y mal herido por ellos.

De mortales cuchilladas / tiene acribillado el cuerpo, / desgarrados los vestidos, / de sangre el rostro cubierto; / ni un suspiro, ni una queja, / ni aun apenas el aliento, / salen en señal de vida / de sus labios entreabiertos.

Sobre los robustos hombros / de alguaciles y escuderos, / a las órdenes sumisos / de Regidores y médicos, / DIEGO FERNÁNDEZ DE HERRERA / fue llevado al santo templo / de San Dionís, donde hizo / la ciencia el último esfuerzo / por restituir el héroe / a su patria y a sus deudos.

Mas resultaron fallidos, / inútiles los intentos / de los sabios, que la vida / devolverle pretendieron; / y quince días pasados / de pruebas y de tormentos, / a Dios entregó su espíritu / el bizarro caballero, (1) /

(1) Los gloriosos restos de Diego Fernández de Herrera, fueron sepultados con gran pompa en la cripta de San Marcos, donde fue hallada en 1755 una lápida con la inscripción siguiente: «Aquí yace el magnífico y muy noble y esforzado caballero, gran libertador de su patria Xerez, Diego Fernández de Herrera, que mató al Infante Tuerto, y a costa de su vida la libró de su gran poder, año de 1339.» El P. Rallón asegura en su Hª de Xerez (tomo II , cap. XIX, p. 274), haber leído un acuerdo del Cabildo, «que ordena y manda que esta batalla y suceso se pinte en la plaza del Arenal, en las casas del Corregidor, de cuerpos grandes, y que se renueve siempre que la necesidad lo pida para que no se pierda la memoria de ella.» Bmé. Gutiérrez dice en su Año Xericiense, que estuvieron visibles hasta el año 1670; ignorándose por qué no se renovó su pintura, habiéndose acordado por la Ciudad que así se hiciera.

que dio su preciosa sangre / por redimir a su pueblo, / del odioso y torpe yugo / del invasor sarraceno.