Recordemos que
el clima moral, religioso y cultural ultracatólico y oscurantista de aquella
década de los años 80 del s. XVIII en Jerez estaría fuertemente influenciado
por personajes como el rudo fraile predicador Diego de Cádiz (https://www.lavozdelsur.es/el-mas-que-temible-fraile-fray-diego-jose-de-cadiz/).
Efectivamente,
un texto de la época nos cuenta
cómo se vivenciaban, colectivamente, los rígidos sentimientos religiosos oficialistas
gracias, entre otras cosas, a las encendidas prédicas del citado fraile: “Las Comunidades no solo de religiosas, sino
también de Religiosos, fue mucho lo que en aquella noche hicieron de oraciones,
y ejercicios para aplacar a Dios. Los seglares confusos, llorosos , unos se
fueron al Calvario , otros a sus casas, todos asustados se hicieron innumerables
promesas, rogativas, confesiones generales, sin poder dar abasto á tanto en
muchos días, habiendo sido el siguiente al de este suceso , como un Jueves
Santo; las Iglesias llenas de gente, cerradas las
tiendas y oficios, especialmente por la tarde que se formó la procesión de
penitencia en la que iban casi todos los vecinos de la Ciudad, y el Apostólico
Misionero corriendo de extremo á extremo, exhortando á penitencia con el
Crucifijo en la mano: sus exhortaciones en estas ocasiones se reducían a una
breve sentencia eficaz y concluyente proferida con notable ardor, y fuerza, las
que siendo muy frecuentes, herían extraordinariamente. Esto mismo que repitió
en Xerez, y en Estepa, causó los más asombrosos efectos para bien de las
almas…”.
Pero sabemos que
ante este clima de temor, en 27 de febrero de 1778, el síndico personero de
Jerez defendía como podía el derecho del pueblo a las diversiones públicas: “que la costumbre de correr toros enmaromados
en esta ciudad, en la temporada Carnaval, y hacer la principal nobleza, en los
intermedios, escaramuzas á caballo… es una diversión honesta y de ningún costo,
que son los dos objetos que, por
mi empleo, debo promover para entretenimiento del pueblo…”. Aunque el
síndico tenía encima un clima de control y rigidez de las costumbres del que
obviamente no podía desembarazarse. Y así, hasta el marqués de Valhermoso,
grande de España, sufrió los ataques de las autoridades municipales y el poder
local eclesiástico, por haber construido un teatro en el alcázar, del que era
alcaide, y haber celebrado allí una ópera…
El archivero Agustín Muñoz nos dice, en su libro de
noticias históricas de calles y plazas de Xerez, que la calle Comedias, que
servía de tránsito entre las calles Santa Isabel y Llano del Alcázar, fue
cerrada por acuerdo de cabildo de 24 de abril de 1780.
Por
supuesto, no olvidaron las autoridades tradicionalistas combatir también
costumbres populares como sacar delante de la custodia en el día del Corpus a
gigantes, tarasca, gigantillas y danzas por
algunas notables irreverencias en la fiesta del Santísimo… los gigantones, gigantillas y tarasca,
porque semejantes figurones, no solamente no autorizaban la procesión y
culto del Santísimo Sacramento, sino
que su concurrencia causaba no pocas indecencias. Y también, ya en 1792, se conserva
documentación municipal que da cuenta, otra vez, de las iniciativas de fray
Diego de Cádiz para lograr no se
vuelva á pedir nueva licencia para toros ó regocijos en plaza cerrada, por los irreparables perjuicios que se
experimentan, en el abandono de las
labores del campo, aquellos días, como también en el de las obras públicas y
oficios menestrales respectivamente; y el atraso que de consiguiente experimentan las familias, aun
prescindiendo de otros excesos que suelen también resultar.
Pues bien, es en
este clima moralmente rigorista y políticamente represivo (recordemos que el
detonante del motín de Esquilache en 1766 fue una orden sobre la forma de
vestir del pueblo) donde se producen escenas mucho más que escabrosas como la
ejecución pública de los practicantes del pecado nefando, es decir, de la
homosexualidad…
La desviación
sexual se castigaba, en el contexto de ese rigorismo religioso que hemos
descrito, en Jerez con la pena de muerte, garrote vil e incineración pública de
los cuerpos,
allá por el año 1780, casi a fines del reinado de Carlos III, comprobándose así
que los aires modernos introducidos por este rey no llegaron a reducir la
mentalidad colectiva supersticiosa y brutal que aún identificaba el pecado nefando, como se le llamaba en la
época, con la peor herejía posible. Entonces, en el año 1780, era corregidor de
Jerez el sr. D. Francisco de Carvajal Mendoza y alcalde ordinario el sr. D.
Francisco Carrasco.
(Museo del Prado, Pedro Berruguete: "Quema de sodomitas", 1497)
Pues bien, en el conocido Diario de Trillo se nos cuenta que en
15 de enero de 1780 “en sábado, le dieron garrote vil en el suelo y después fueron
arrojados a las llamas de una hoguera a Juan Alonso, el tabernero, a Francisco
Dorado y a Francisco Trabajos, por haber cometido el pecado nefando, cuyo
castigo se ejecutó en la plaza de Escribanos, por la mucha agua que llovió, y
después de dado garrote al dicho Trabajos, estando puesto en el carro volvió a
resucitar y fue puesto otra vez en el suplicio y les dieron segunda vez
garrote, lo que finalizado, fueron puestos en el dicho carro y conducidos junto
al Pozo del Rey, en un llano donde había una grande hoguera encendida y fueron
arrojados, en cuyo sitio estaba señalado el día antes para darle el garrote,
pero por la mucha agua que llovió el día tercero, fue ejecutado en el día
cuatro, en la referida plaza, habiendo estado por este acaso cuatro días en
capilla, que por ser cosa particular y poco vista, ni usada con los
ajusticiados, se anota”.
Pero esta
asesina severidad contra el pecado nefando practicado entre personas no
eclesiásticas no era la misma vara con
la que se medía la cuestión si los implicados eran uno o más sacerdotes en el
ejercicio de su ministerio. En el libro de Gerard Dufour (Ámbito Ediciones,
Valladolid, 1996) titulado Clero y sexto
mandamiento. La confesión en la España del siglo XVIII encontramos un texto
de la época en la que un granadino acude al Santo Oficio de la Inquisición en
Jerez para hacer una acusación de abusos sexuales contra un sacerdote en su
persona, justo en el sacramento de la confesión: “dijo que a 26 de marzo de
1755, acudió el declarante a confesarse al convento franciscano de Ronda, y
habiéndose puesto a confesar con el reo, se levantó éste y dijo el declarante
viniese a su celda, y fueron allí; cerró el reo la puerta con llave, se
prosiguió la confesión, y antes de acabarla, le hizo se levantase, y
levantándose los dos, tocó las partes del declarante hasta moverle a polución,
y después, levantando sus hábitos, sacó sus partes y quiso que el declarante
hiciese lo mismo con él. Pero viendo que se resistía, le hizo se pusiese de
rodillas; se sentó el mismo, y le mandó se acusase de aquel pecado, y le echó
la bendición”. Dufour añade: “En
realidad, hay mucha hipocresía en las declaraciones de más de un penitente
solicitado que se presenta como víctima, habiendo sido cómplice”, es decir,
se trataba, en algunos casos de relaciones homosexuales consentidas por ambas
partes, y concluye: “Hay que decir que la solicitación a los
hombres presentó un carácter excepcional: de los 660 confesores que
comparecieron ante los tribunales del Santo Oficio por solicitación, sólo nueve de ellos se vieron acusados de seducir
(o intentar seducir) a varones”.
Todo este clima
de represión contra la homosexualidad ocurría en un caldo de cultivo, más
general y previo, de rígido control moral e ideológico de la población a base
de imponer esquemas religiosos procedentes de Trento y la Inquisición. No es
extraño, dicho todo lo anterior, que ya en 11 de abril de 1777 llegara un significativo
documento al ayuntamiento de Jerez en el que se leían medidas, a instancias de
un obispo, dictadas por la corona para intentar paliar la falta de obediencia de
la población a las directrices morales de la iglesia: “…haber penitentes de sangre o disciplinantes y empalados en las procesiones
de Semana Santa, en las de la Cruz de
Mayo, y en algunas otras de rogativas, sirviendo sólo, en lugar de edificación
y de compunción, de desprecio para los prudentes, de diversión y gritería para
los muchachos, y de asombro, confusión y miedo para los niños y mujeres, á lo cual
y otros fines aún más perjudiciales, suelen dirigirse los que las hacen, y no
al buen ejemplo y a la expiación de sus pecados. En el segundo punto exclama contra
las procesiones de noche, por ser una
sentina de pecados, en que la gente joven y toda la demás viciada, se vale de
la concurrencia y de las tinieblas, para muchos desórdenes y fines reprobados,
que no pueden impedir las justicias”.